Mi Vida Roza

La linea que separa a un valiente de un cobarde está trazada con cinismo.

septiembre 16, 2014

Los ojos de los niños

Para N. que lo es todo


Cada vez que miraba los ojos de los niños, pensaba en personas resplandecientes. No le importaban ni su excesiva euforia ni su atención tan voluble como las nubes. Le intrigaba lograr verse en esos mismos ojos que miraba. A veces lo conseguía: con niños más bien danzarines y preguntones. Pero con aquellos que ya asomaban las raíces de la melancolía, le costaba mucho más trabajo. ¿Y es que acaso el tránsito entre la infancia y el olvido pasaba –precisamente—por perder la cualidad danzarina del asombro? ¿Y si la razón por la que los adultos ya no le intrigaban tanto era la misma por la que se sentía tan perdido y en añoranza de la magia que él mismo había perdido hasta ese día?

Nunca supo la respuesta a tales preguntas.

“Nadie la sabe” –se consolaba con disciplinada constancia—

Pero no lo sabía de cierto. No era rotunda esa noción ni tampoco pesaba como un yunque de plomo esa convencida resignación que lo alejaba de su propia capacidad para abrazar las delicias. Ya no tenía esos ojos de niño –y eso sí que lo sabía bien- ni tampoco era capaz de convencerse de que ese camellón en la calle monólogo que hoy le suponía Amsterdam, era un bosque profuso y encantado por hechizos tan diversos como los incontables olores que solamente los perros que por ahí transitaban a diario –atados o no, salvajes o no, domésticos o no tanto- sabían con total certeza:  Ya no eran suyos ni los olores ni los ojos. Ya no era suyo nada sino un profundo vacío incapaz de delirar sin sentir pudor o maravillarse sin sentirse estúpido.

Pero entonces la diosa ironía caminaba en círculos concéntricos junto a él, sobre esa misma calle, y le recordaba que un hipódromo no hace carrera, ni que por el simple hecho de repetir la operación se perfeccionaban los resultados en la vida.

Mientras tanto, él paladeaba el recuerdo de cómo cada vez que abordaba ese camellón, cuando niño, lo hacía de un modo distinto. Sin importar lo que hubiese alrededor suyo: fueran las jacarandas vanidosas que asomaban sus ojos en los albores de marzo o abril, o los bares y restaurantes que nacían, crecían se multiplicaban y morían debajo de sus flores purpúreas. Todo era nuevo, todo el tiempo. Todo era una epopeya en cuanto la puerta de casa se abría, y de la mano de papá o mamá o nadie –preferentemente— comenzaba la circunnavegación terrestre una tarde después de la otra.

Ni siquiera cuando estuvo bien entrado en sus otoños logró dejar de extrañar el tiempo en que las estaciones eran prescindibles, delicadas o sólo imperceptibles y absurdas. Amanecer y atardecer eran simplemente un desparramado jugo de naranjas y moras que se confundía dentro del cielo agrietado de una ciudad desconocida. El presente era perpetuo y todo –TODO- era tan eterno como el próximo juego.

Ojalá sólo hubiera sido eso lo que le laceraba en forma de misterio y duda. Ojalá que nunca hubiera sentido que haber gozado era un peso inerte de otros días. Días que -como un tormento- lo obligaban a querer volver a cierta embriaguez inocente que tuvo -había tenido- su propósito y sentido sólo cuando era un niño, y nunca más.

De haber sido así, quizás habría logrado jugar a ser el mismo todo el tiempo que fuera necesario para –en Fantasía- arañar entonces la felicidad y arrancarle esas tiritas de certidumbre que tanto le satisfacían cuando viejo.

En el invierno de la vida, todas las epifanías llegan mientras se caga, se come, se fornica o se duerme. Y como tantas veces sucede que muchas (o todas) esas antiguas aventuras se practican bajo el tempo de la automatización y la prisa, él dirigió sus baterías a descubrir un momento incapaz de ser asido: ¿Cuándo es que se abandona la mirada de la sorpresa para adoptar entonces la de la aceptación social? ¿Cuándo se deja de ser niño para entonces jugar el juego de desear o ser deseados? ¿Cuándo se intercambia la felicidad por el dinero, la vida por el trabajo y la libertad por el yugo de los hábitos?

Todos esos años que dedicó a la cartografía de la desilusión resultaron tan estériles como las montañas que no llevan dentro el magma de la mutación. Nunca supo recordar el momento preciso que lo llevó de la absorta y funámbula infancia a la desorientada-mas-luego-convencida madurez (y que mientras moría también le olía como a una forma muy sutil de putrefacción y resignada rendición).

El mapa de los días que logró trazar bajo toda esa lluvia de alfileres y semillas podría –quizás, tal vez- ser de científico interés para algunos de los más connotados criptógrafos del ahora.

Se asemeja al dibujo que sigue:




Sin embargo, acreditados grafólogos han desistido de toda decodificación de semejantes trazos puesto que no ofrecen origen visible como tampoco destino palpable. Y a estas personas les repugnan las ideas caóticas tanto como las grafías que no parecen apuntar a ningún lado.

Podría argumentarse que su vida fue un desperdicio. Una eterna persecución del fantasma de tiempos mejores que nunca fueron en realidad. La perpetua percepción de purezas perennes que poco parecerían posibles.

Un sinfín de pes.

Una apología a la nostalgia que se resiste a ser melancolía pero que sucumbe a la resignación.

Un abuelo más: convencido de que su primer fantasía es la única que vale y que por tanto declara una guerra absurda contra todas las fascinaciones venideras para quedarse con ninguna.



En el reloj del invierno, las manecillas marcaron las diez menos setenta y ocho años. Los más complacientes dirán que vivió lo suficiente.

Pero él, mientras moría, supo que muchas cosas vendrían después de su fallecimiento. Todas ajenas. Todas sin él. Todas lejanas a involucrarle.


Pero muchas. 

Muchas al fin: Como las flores en el camellón.


"De poder olerlas ahora mismo -se dijo





octubre 04, 2013

Simulacro de rebeldía



Hace pocos días subí una escalera situada en plena Sexta Avenida de Nueva York. “Avenue of the Americas”, como le llaman los estadounidenses desde hace un tanto. Porque claramente America (sin acento) se refiere siempre a su país, el glorioso gran imperio. Y “Americas” (también sin acento, pero en plural) es siempre una referencia a todos los nosotros-demás. No me pesa tanto como a otros esta particularidad lingüística de este singular país. Si se han apropiado de America para referirse a sí mismos, eso es meramente un síntoma y no un origen patológico de todos los problemas de nuestro lastimado continente.

El asunto es que salí de esa estación del subterráneo, en pleno día azul en el otoño neoyorquino, y situada a escasas dos calles de Central Park. Central Park es, entre muchas otras cosas, la apología perfecta de lo que los “americanos” piensan de América. Un rectángulo perfecto e inmenso que simboliza lo que ellos piensan de sí mismos: La verdadera encarnación del orden y el espacio que su “imperio” percibe de sí mismo. (Imperio de clóset, claro, dado que calificarlo así muchas veces resulta una afrenta para muchos de ellos). Y aun así, connotaciones políticas a un lado, es un parque imponente y grandioso.

Nunca había llegado a Central Park desde la sexta avenida. Tampoco es que pueda culpárseme: apenas lo he visitado un manojo de veces. Y en esta ocasión singular, lo primero que pude ver al acercarme al centro meridional  de este majestuoso parque, y una vez sorteadas las calandrias, los turistas, los vendedores de gafas para el sol y los falsos guías expertos que prometían un paseo inigualable por esas praderas a cambio de un buen manojo de dólares, fueron dos estatuas harto grandiosas y particulares: A la izquierda, José Martí. A la derecha, Simón Bolívar. Ambas, me parece, donadas por los gobiernos de Cuba y Venezuela hace ya bastante tiempo. Y no quiero ni siquiera rozar la ironía que hoy supone tener ese par de obsequios situados en ese preciso lugar, considerando las circunstancias diplomáticas que desde hace unas muchas décadas existen entre America y ese par de países americanos. Por el contrario: antes que sentirlo como una paradoja cuasicínica y palpablemente física en el medio de un parque tan medular como ese, lo que sobrevino en mí fue una amarga asimilación: Y es que junto a Martí y junto a Bolívar no se erige monumento alguno que haga homenaje al libertador de México. ¿Pero cómo es eso posible? –pensarán algunos. ¿Qué tipo de insulto es este? –podrían ridículamente objetar los educandos más notables de nuestro México revolucionario…

Ahí, en Central Park, no se erige una estatua que homenajeé al libertador de México porque simplemente no existe tal. Este arrogante México –el mismo que se jacta de haber roto con la corona española antes que nadie y de forma tan “contundente” como la que nuestros libros de texto escolares se empeñan en vender, no tiene ni ha tenido libertador alguno. Por lo menos, vaya, ninguno verdaderamente logrado. Ningún Martí y ningún Bolívar. Acaso un repulsivo Iturbide que –digno padre fundador de los métodos de cabildeo y gestión oligárquica que hoy mismo nos rigen— consumó una simulada independencia en el amargo día en que sus ejércitos pisaron la ciudad de los palacios y se le proclamó –ah, ironía- primero “presidente” y pronto emperador de una patria enjuta y convulsionada por doce años de masacres impúdicas.

México es un país que nació huérfano. Que proviene de un vientre carente de toda naturaleza y pulcritud. México es una patria sin padre y sin madre. Sin semilla y sin impulso germinal. México, pues, no nació por parto natural. México, acaso, es el producto de una cesárea brutal y sanguinolenta. Arrancado de un útero multiforme y contrahecho. Producto de una convergencia y una coyuntura sumamente breve: esa en la que ricos y pobres, mestizos y criollos, indígenas y esclavos –todos—estaban lo suficientemente estrangulados en el mismo momento histórico, y por lo tanto lucharon en busca de una bocanada de aire bajo cualquier estandarte distinto al de la monarquía novohispana. Y tras darse un respiro, o cien –unos más, y otros muchos menos—esa conjura hermanada por la desesperación comprendió, momentos más tarde, que su enemistad no había sucumbido en lo absoluto: Simplemente había cambiado de nombre. Y de apellidos.
Chocando vasos con queridos colegas y hermanos en ese nueva York tan peculiar, comenté esta precisa observación como quien tira un cohete sobre las ventanas de su colegio. Buscando romper ventanas, quizás, pero también empuñando tantita rabia y desasosiego. 

-          “Pancho Villa” –se dijo en la mesa— 

Y no fue sólo el hecho de saltarse 100 años para equiparar a Bolívar o a Martí con un hábil y ambicioso forajido analfabeta lo que motivó mi inmediata respuesta. Fue, más bien, la honesta admisión de que Pancho Villa, Emiliano Zapata, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón e incluso el gran republicano que alcanzó a ser Juárez –por momentos—tampoco liberaron a nadie con la contundencia ideológica que sí tuvieron Martí y Bolívar en sus respectivos momentos históricos. Quizás la constitución de 1857. Quizás la de 1917. Sin duda fueron ambas un incontestable avance político para lo que en cada uno de esos momentos era la “patria” mexicana. Y claro, también podría decirse que Martí no hizo a Cuba. O que el sueño de Bolívar no impidió que pronto la oligarquía sudamericana diera marcha atrás a los preceptos originarios de su doctrina libertaria. Pero en México, como siempre, la multiplicidad de las facciones y la codicia de los grandes jugadores han pesado mucho más que cualquier bandera, en cualquier momento. Pocas veces se ha arropado, se ha agremiado, se ha estrechado esta nación consigo misma. Y siempre – SIEMPRE—han sido los grandes y codiciosos jugadores de la burguesía local (con apoyo de imperios foráneos o corporaciones globales, como hoy) quienes han ganado la batalla. 

-          “Lázaro Cárdenas” –replicó entonces la mesa—

Ciento y pico años después de cualquier sueño Bolivariano, vino el Tata. Y sí: sería una mentira histórica negar que alrededor de su figura se entrelazaron enormes segmentos de la sociedad mexicana. Ahí están las ya mitológicas fotografías de las gallinas y las cabezas de ganado que “el pueblo” ofreció al Tata para consumar su lucha. “Quizás –dije—podría ser Lázaro Cárdenas el que acompañase a Bolívar y a Martí en Central Park, sólo porque su lucha sí logró apropiarse de una inmensa mayoría de las lealtades de los mexicanos. El problema es que a muchos se les olvida que después de él vino Ávila Camacho. Y que el sueño Cardenista de una nación con sentido social –o socialista, si así se le prefiere ver—terminó sepultado por los industriales y los jerarcas que inmediatamente después “exiliaron” al Tata a labores de “consultoría”, para luego, con el gobierno “civil” de Alemán, dejarlo en la congeladora mitológica hasta su muerte; situación que él mismo aceptó de algún modo pues –cuando tuvo oportunidad de rehacerse del poder, prefirió ser parte de las monografías y los libros de texto, en lugar de recuperar a ese México que vislumbró en sus años más vigorosos…”

No espero que en Central Park se erija una estatua con Andrés Manuel López Obrador. Mucho menos con Enrique Peña Nieto. Y –que el diosito católico me perdone— todavía menos una de Felipe Calderón o de Vicente Fox. Es, evidentemente, un escenario hipotético propio del peor de los teatros del absurdo. Y es que si por tener a Aliyev en Chapultepec se armó semejante irigote, aquello es que podría provocar en mí los más descabellados actos de vandalismo de los que se tengan noticias. No. Ese absurdo es más que impensable, inviable. Ni “America” ni las “Americas” –creo- tendrían estómago para ello. Mas la tragedia no radica allí.

Nuestro país el atado. Nuestro país el que aún podría ansiar su liberación. Nuestra patria huérfana de origen, oligárquica desde tiempos prehispánicos y hasta la fecha, verdaderamente no parece tener remedio. Mientras más ancho es el abismo que separa a los cínicos botarates de la oligarquía mexicana de los paupérrimos generadores de ESA riqueza que los otros gozan, el pueblo mexicano tiene menos y menos interés por modificar –cueste lo que cueste- dichas circunstancias.

Si en 1810, un cura criollo que no poseía un iPhone ni tenía cuenta en Twitter logró desordenar mayúsculamente el orden jerárquico imperante –muy a pesar de que probablemente sus reales motivos estaban más cerca de la codicia que de la libertad—hoy la realidad es tristemente otra. Y cualquiera que enarbole un estandarte libertador en tiempos como estos, seguramente apenas y alcanzará la condición de meme en las redes sociales, si es que lo hace suficientemente bien y con gracia.

De un lado del abismo están 60 millones (o más) de mexicanos en condiciones de pobreza. Unas peores que las otras, pero ninguna “bonita”. Del otro, cuando mucho 10 millones de personas viven ciertas opulencias. Unas más insultantes que las otras. Y entre uno y otro extremo de ese Gran Cañón de la ignominia, yacen –literalmente—50 millones de mexicanos en la medianía. Unos recién llegados por su propio pie, otros caídos en desgracia desde la vertiente más estrecha del cañón. Y los más, nacidos y criados desde siempre allí. En esa telaraña que une y balancea incomprensiblemente ambos lados del paisaje. Telaraña porque es delgada. Flexible. Se contonea desde arriba hasta abajo. Y viceversa. En ocasiones lanza a algunos de un lado. En otras, simplemente los exilia a la miseria que persiste en el otro. Y mientras del lado más estrecho y opulento se han construido enormes murallas para no ver nada de lo que ocurre más allá del acantilado, desde el otro se cuentan por millones a quienes quieren jugar al equilibrismo y caminar sobre la telaraña con la ridícula ilusión de que realmente existe forma alguna para integrarse al territorio de la abundancia. Cueste lo que cueste. Todos simulando. Simulando, principalmente, que la “movilidad social” está “al alcance de todos”. Que “hay que seguir adelante”. Que “hay que trabajar” pues “trabajando todo se puede”. Vaya película de locos, honestamente opino.

Esta carrera de ratas. Estos juegos del hambre. Esta ilusión de que el progreso y la superación y la bonhomía están a una decisión o a mucha voluntad y esfuerzo de distancia es verdaderamente nauseabunda. Es una zanahoria del tamaño del mundo. Y no sería tan tristemente vomitiva si quienes están ligeramente más cerca de la muralla de la opulencia no fuesen tan repulsivamente cínicos e inhumanos como lo son cada vez que le llaman “indio”, “naco” o “jodido/asalariado” a quienes –por circunstancias ajenas a su voluntad--nacieron y crecieron en los agujeros más jodidos de todo el maldito paisaje.

Este país ya no está oprimido. Ya no existe la opresión. Está simple y sencillamente preso. Y su aprisionamiento no es necesaria o simplemente un efecto de lo que sus políticos o sus oligarcas deciden. Está –muchas veces—aprisionado por sí mismo. Ya no hace falta una STASI o una GESTAPO o una CIA para contener rebeldías mayúsculas o circunstancias insostenibles. Hoy, los que sí poseemos los iPhones o los equipos de cómputo y las redes sociales, sencillamente nos esposamos contra la verja de la placidez casi que voluntariamente. Reclamar nos es sinónimo de incorrección. Protestar es un signo de malevolencia. Y así como millones de televidentes paupérrimos pueden adorar los programas cómicos que hacen burla de su léxico y sus manerismos y les parece graciosa esa parodia, desde la clase media nada de eso importa porque falazmente se piensa que estamos “más cerca de la otra orilla” y que “no es conveniente mirar atrás”.

No mire hacia abajo. Le va a dar vértigo.
No mire hacia atrás. No sea que usted recuerde que existen millones y millones de seres humanos, paisanos –como le encanta decir en sus fiestas patrias—que no tienen para comer otra cosa que frijoles, y eso a veces. 

Y sí: puede sonar comodino y cínico el que toda esta diatriba provenga de un momento tan burgués como puede ser encontrarse con la orilla de Central Park. De algún modo lo es. Pero transitar por donde la pobreza o la riqueza ocurren no siempre es una manifestación de lealtad, conmiseración o pleitesía. No hay que estar enfermo para poder curar a alguien. No es una condición sin equa non el tocar el piano para gozar de un concierto. Ni tampoco hay que amputarse un brazo para entender la pérdida y la impotencia.

La historia del hombre es la que es y no la que debiera haber sido. La injusticia en Latinoamérica ha sido tan prehispánica como colonial como ahora “independiente” o incluso “globalizada”. Lo mismo en el resto de las latitudes.

Y lo lamentable, acaso, es que habiendo llegado a nociones como las que claramente la academia ha tenido desde tiempos Aristotélicos, el poder todavía no haya podido ser arrancado de quienes buscan perpetuar el statu quo de la impunidad y la injusticia. ¿De qué nos sirve esta maquinaria prodigiosa que llevamos bajo el cráneo, si con ella todo lo que podemos hacer por el bien del mundo es describir escenarios utópicos o regodearnos en el onanismo de nuestras ideas?

Fragmentado todo a 140 caracteres, por favor.
En las rocas.
Con un chaser de sangre.



JCLM, Octubre 2013

junio 27, 2013

Schrodinger's rapist manual, punto por punto:



Análisis del Schrodinger’s rapist post, párrafo por párrafo: 


Texto original
Lectura personal

Gentlemen. Thank you for reading.

Let me start out by assuring you that I understand you are a good sort of person. You are kind to children and animals. You respect the elderly. You donate to charity. You tell jokes without laughing at your own punchlines. You respect women. You like women. In fact, you would really like to have a mutually respectful and loving sexual relationship with a woman. Unfortunately, you don’t yet know that woman—she isn’t working with you, nor have you been introduced through mutual friends or drawn to the same activities. So you must look further afield to encounter her.

So far, so good. Miss LonelyHearts, your humble instructor, approves. Human connection, love, romance: there is nothing wrong with these yearnings.

Now, you want to become acquainted with a woman you see in public. The first thing you need to understand is that women are dealing with a set of challenges and concerns that are strange to you, a man. To begin with, we would rather not be killed or otherwise violently assaulted.

“But wait! I don’t want that, either!”

Well, no. But do you think about it all the time? Is preventing violent assault or murder part of your daily routine, rather than merely something you do when you venture into war zones? Because, for women, it is. When I go on a date, I always leave the man’s full name and contact information written next to my computer monitor. This is so the cops can find my body if I go missing. My best friend will call or e-mail me the next morning, and I must answer that call or e-mail before noon-ish, or she begins to worry. If she doesn’t hear from me by three or so, she’ll call the police. My activities after dark are curtailed. Unless I am in a densely-occupied, well-lit space, I won’t go out alone. Even then, I prefer to have a friend or two, or my dogs, with me. Do you follow rules like these?


So when you, a stranger, approach me, I have to ask myself: Will this man rape me?




Do you think I’m overreacting? One in every six American women will be sexually assaulted in her lifetime. I bet you don’t think you know any rapists, but consider the sheer number of rapes that must occur. These rapes are not all committed by Phillip Garrido, Brian David Mitchell, or other members of the Brotherhood of Scary Hair and Homemade Religion. While you may assume that none of the men you know are rapists, I can assure you that at least one is. Consider: if every rapist commits an average of ten rapes (a horrifying number, isn’t it?) then the concentration of rapists in the population is still a little over one in sixty. That means four in my graduating class in high school. One among my coworkers. One in the subway car at rush hour. Eleven who work out at my gym. How do I know that you, the nice guy who wants nothing more than companionship and True Love, are not this rapist?

I don’t.

When you approach me in public, you are Schrödinger’s Rapist. You may or may not be a man who would commit rape. I won’t know for sure unless you start sexually assaulting me. I can’t see inside your head, and I don’t know your intentions. If you expect me to trust you—to accept you at face value as a nice sort of guy—you are not only failing to respect my reasonable caution, you are being cavalier about my personal safety.

Fortunately, you’re a good guy. We’ve already established that. Now that you’re aware that there’s a problem, you are going to go out of your way to fix it, and to make the women with whom you interact feel as safe as possible.

To begin with, you must accept that I set my own risk tolerance. When you approach me, I will begin to evaluate the possibility you will do me harm. That possibility is never 0%. For some women, particularly women who have been victims of violent assaults, any level of risk is unacceptable. Those women do not want to be approached, no matter how nice you are or how much you’d like to date them. Okay? That’s their right. Don’t get pissy about it. Women are under no obligation to hear the sales pitch before deciding they are not in the market to buy.

The second important point: you must be aware of what signals you are sending by your appearance and the environment. We are going to be paying close attention to your appearance and behavior and matching those signs to our idea of a threat.

This means that some men should never approach strange women in public. Specifically, if you have truly unusual standards of personal cleanliness, if you are the prophet of your own religion, or if you have tattoos of gang symbols or Technicolor cockroaches all over your face and neck, you are just never going to get a good response approaching a woman cold. That doesn’t mean you’re doomed to a life of solitude, but I suggest you start with internet dating, where you can put your unusual traits out there and find a woman who will appreciate them.



Are you wearing a tee-shirt making a rape joke? NOT A GOOD CHOICE—not in general, and definitely not when approaching a strange woman.

Pay attention to the environment. Look around. Are you in a dark alley? Then probably you ought not approach a woman and try to strike up a conversation. The same applies if you are alone with a woman in most public places. If the public place is a closed area (a subway car, an elevator, a bus), even a crowded one, you may not realize that the woman’s ability to flee in case of threat is limited. Ask yourself, “If I were dangerous, would this woman be safe in this space with me?” If the answer is no, then it isn’t appropriate to approach her.



On the other hand, if you are both at church accompanied by your mothers, who are lifelong best friends, the woman is as close as it comes to safe. That is to say, still not 100% safe. But the odds are pretty good.



The third point: Women are communicating all the time. Learn to understand and respect women’s communication to you.

You want to say Hi to the cute girl on the subway. How will she react? Fortunately, I can tell you with some certainty, because she’s already sending messages to you. Looking out the window, reading a book, working on a computer, arms folded across chest, body away from you = do not disturb. So, y’know, don’t disturb her. Really. Even to say that you like her hair, shoes, or book. A compliment is not always a reason for women to smile and say thank you. You are a threat, remember? You are Schrödinger’s Rapist. Don’t assume that whatever you have to say will win her over with charm or flattery. Believe what she’s signaling, and back off.

If you speak, and she responds in a monosyllabic way without looking at you, she’s saying, “I don’t want to be rude, but please leave me alone.” You don’t know why. It could be “Please leave me alone because I am trying to memorize Beowulf.” It could be “Please leave me alone because you are a scary, scary man with breath like a water buffalo.” It could be “Please leave me alone because I am planning my assassination of a major geopolitical figure and I will have to kill you if you are able to recognize me and blow my cover.”

On the other hand, if she is turned towards you, making eye contact, and she responds in a friendly and talkative manner when you speak to her, you are getting a green light. You can continue the conversation until you start getting signals to back off.

The fourth point: If you fail to respect what women say, you label yourself a problem.

There’s a man with whom I went out on a single date—afternoon coffee, for one hour by the clock—on July 25th. In the two days after the date, he sent me about fifteen e-mails, scolding me for non-responsiveness. I e-mailed him back, saying, “Look, this is a disproportionate response to a single date. You are making me uncomfortable. Do not contact me again.” It is now October 7th. Does he still e-mail?

Yeah. He does. About every two weeks.

This man scores higher on the threat level scale than Man with the Cockroach Tattoos. (Who, after all, is guilty of nothing more than terrifying bad taste.) You see, Mr. E-mail has made it clear that he ignores what I say when he wants something from me. Now, I don’t know if he is an actual rapist, and I sincerely hope he’s not. But he is certainly Schrödinger’s Rapist, and this particular Schrödinger’s Rapist has a probability ratio greater than one in sixty. Because a man who ignores a woman’s NO in a non-sexual setting is more likely to ignore NO in a sexual setting, as well.

So if you speak to a woman who is otherwise occupied, you’re sending a subtle message. It is that your desire to interact trumps her right to be left alone. If you pursue a conversation when she’s tried to cut it off, you send a message. It is that your desire to speak trumps her right to be left alone. And each of those messages indicates that you believe your desires are a legitimate reason to override her rights.

For women, who are watching you very closely to determine how much of a threat you are, this is an important piece of data.





The fifth and last point: Don’t rape. Nor should you commit these similar but less severe offenses: don’t assault. Don’t grope. Don’t constrain. Don’t brandish. Don’t expose yourself. Don’t threaten with physical violence. Don’t threaten with sexual violence.

Shouldn’t this go without saying? Of course it should. Sadly, that’s not the world I live in. You may be beginning to realize that it’s not the world you live in, either.




Miss LonelyHearts wishes you happiness and success in your search for romantic companionship.





Esto es como empezar cualquier frase con un “con todo respeto…”. No solo condescendiente, pero también santurrón y arrogante.




Gracias por validar instintos reptilianos tan profundos como superficial es esta arrogante complicidad

Lo que implica que los hombres NO lidian con reto alguno: ellos simplemente debieran atender aquellos que las “mujeres” enfrentan.


Gracias, “dios”, no: el asesinato o el asalto sexual no son cosas en las que pienso TODO EL TIEMPO. Y pensar en ellas todo el tiempo es una decisión.

Lo mismo con todas las prácticas paranoicas que inmediatamente son descritas.

Mis actividades, after dark, y por fortuna, no son predecibles. Todo depende de lo que ocurra after dark. Por fortuna.

Condición que sólo es sin equa non si así se decide. También podrían pensarse toda clase de cosas y no esa.


¿Fuente?

Y luego: ¿si considero también todas las muertes accidentales o relacionadas con la diabetes, debería entonces asumir o condicionar mi tránsito en la vida a eso?



Y luego, todas las posibilidades estadísticas derivadas de todo lo anterior, por igual.


Oh, you do.


Porque así lo decides. Y lo mismo ocurre con toda aquella gente, de género indistinto, que se te aproxima. La aproximación es inherente a las ciudades. A la condición humana. Fear, however, is in the eye of the fear bearer.




Eso queda clarísimo. Tanto como esa tolerancia es no sólo mínima, sino claramente psicopatológicamente paranoide. Si todo lo que haces cuando alguien se te aproxima es medir riesgo, estudia actuaría.



Señales todas que se interpretan desde la subjetividad de quien las recibe, por lo general. Y conminar a cualquiera a que se ajuste a tus estándares no nada más es paranoide, sino claramente fascista.

Respecto a los estereotipos ESTÚPIDOS alrededor de los tatuajes o la “limpieza”, cualquier opinión sería habilitatoria de los prejuicios de esta enferma mental.


Ah, claro: porque los “malos”, en el mundo maniqueísta de esta imbécil, tienen una M en la frente.


Demasiado Batman y muy poca serenidad. Medicación necesaria.

Y es que, hasta donde se sabe, los violadores regularmente son gente conocida y que no necesita de callejones oscuros para actuar.


Más prejuicios mierderos para quien quiera comprarlos. Porque quien va a misa con mami seguramente es “buena persona”.


Lo mismo aplica para los hombres. En general.


Dijo quién? ¿La que presupone que leer un libro invalida la receptividad? Gracias, no.









Gracias por la interpretación. Y aunque generalmente es correcta, no es universalizable.






Gracias por la permisividad no solicitada, de nuevo.




Igual que con los hombres.




Él puede tener un problema. Pero las anécdotas no son argumentos, you know?






Injertándolo en tu termómetro contextual y paranoide: sí. Cuéntaselo a quien más confianza le tengas.







Desires to be left alone interpretados por la autora, y generalizados as well.





Ah, ahora todas las mujeres miden la realidad como la autora? Coño, qué velocidad de propagación.




Ok.





Cuál mundo? El de Sudáfrica o el de Manhattan? El contexto SÍ importa, eh?



Y nosotros le deseamos una feliz estancia en la soledad y el membership rewards titanium de su sex shop más cercana.